Doña Dora, como así la oír llamar siempre en mi casa, falleció hace unos meses a la edad de 100 años. Era una mujer muy especial que hasta los noventa y poco, leía sin gafas libros gordos y de letra pequeña, sentada en una escalera, iluminada sólo por la luz que se colaba por el tragaluz de su casa. Recuerdo que siempre estaba arreglada en casa, con su falda tres cuartos y su blusa blanca, calzaba tacones y se recogía, coqueta, su larga melena en un moño lateral. Doña Dora vivía en la casa, que se conocía como la antigua farmacia del pueblo, y que conservaba esa típica decoración de principios de siglo. Recuerdo, que sólo subí una vez al segundo piso de esa casa señorial en la que tantas veces jugué de niña, y tenía un miedo tremendo a romper cualquiera de las reliquias que vestían el salón principal, hecho todo de porcelana china o eso parecía por su delicada apariencia.
Tuvo tres hijas. Aquí permitirme que haga un paréntesis. (Una de ellas la adopté como “tía Amanda”, título que se ganó a pulso tras jugar conmigo más que cualquiera de mis tías sanguíneas. Dormía conmigo cuando venía de visita a casa, hasta que se casó a los treinta y cinco, según muchos tarde (en fin…). Era la pequeña de las hermanas y heredó de Doña Dora una mentalidad liberal, gusto por el arte y la literatura, y un fantástico sentido del humor.)
Pero volvamos a Doña Dora: una mujer amable, cariñosa... que gastaba su tiempo entre sus libros gordos y las cartas que su difunto marido le escribió durante su noviazgo. Cartas amarillentadas por el paso del tiempo que guardaba en un joyero, atadas por un lazo de color ¿rojo?... y que no perdía la ocasión de enseñarlas, si ese día te convertías en su visita. Cada día de su vida leía una de esas cartas amarillas, escogida al azar, y dejaba que su estado de humor dependiese de la misma. Cuando llegabas a su casa…
- Buenos días Doña Dora ¿Cómo se encuentra hoy?
- Pues la verdad es que muy bien, porque hoy me ha dicho unas cosas más bonitas mi marido… no como ayer, que me tuvo toda la tarde disgustada. Lo bueno es que sabe enmendarse.
Quizás esta práctica diaria era una manera de tenerlo un poquito más cerca, revivirlo aunque fuese sólo en su memoria. Epístolas, que a pesar de los años pasados, trasmitían entre líneas amor, enfado, alegría, nostalgia… Supongo que hoy ya no necesita leer cada día esas cartas, porque donde quiera que esté Doña Dora está con su marido… o quizás, las estén leyendo juntos, riéndose del devenir de sus vidas ¿Quién sabe?
Hoy las cartas las hemos sustituido por el e-mail, que nos regalan la inmediatez a cambio de perder esa parte romántica que tenían las epístolas manuscritas: un folio en blanco y una pluma, sí, una pluma, (porque durante años tuve una pequeña, de color azul, que me encantaba cómo escribía). Escribías, tachabas, o rompías el papel, hasta que dabas con lo que realmente querías contar o trasmitir…
Tuvo tres hijas. Aquí permitirme que haga un paréntesis. (Una de ellas la adopté como “tía Amanda”, título que se ganó a pulso tras jugar conmigo más que cualquiera de mis tías sanguíneas. Dormía conmigo cuando venía de visita a casa, hasta que se casó a los treinta y cinco, según muchos tarde (en fin…). Era la pequeña de las hermanas y heredó de Doña Dora una mentalidad liberal, gusto por el arte y la literatura, y un fantástico sentido del humor.)
Pero volvamos a Doña Dora: una mujer amable, cariñosa... que gastaba su tiempo entre sus libros gordos y las cartas que su difunto marido le escribió durante su noviazgo. Cartas amarillentadas por el paso del tiempo que guardaba en un joyero, atadas por un lazo de color ¿rojo?... y que no perdía la ocasión de enseñarlas, si ese día te convertías en su visita. Cada día de su vida leía una de esas cartas amarillas, escogida al azar, y dejaba que su estado de humor dependiese de la misma. Cuando llegabas a su casa…
- Buenos días Doña Dora ¿Cómo se encuentra hoy?
- Pues la verdad es que muy bien, porque hoy me ha dicho unas cosas más bonitas mi marido… no como ayer, que me tuvo toda la tarde disgustada. Lo bueno es que sabe enmendarse.
Quizás esta práctica diaria era una manera de tenerlo un poquito más cerca, revivirlo aunque fuese sólo en su memoria. Epístolas, que a pesar de los años pasados, trasmitían entre líneas amor, enfado, alegría, nostalgia… Supongo que hoy ya no necesita leer cada día esas cartas, porque donde quiera que esté Doña Dora está con su marido… o quizás, las estén leyendo juntos, riéndose del devenir de sus vidas ¿Quién sabe?
Hoy las cartas las hemos sustituido por el e-mail, que nos regalan la inmediatez a cambio de perder esa parte romántica que tenían las epístolas manuscritas: un folio en blanco y una pluma, sí, una pluma, (porque durante años tuve una pequeña, de color azul, que me encantaba cómo escribía). Escribías, tachabas, o rompías el papel, hasta que dabas con lo que realmente querías contar o trasmitir…
Creo que la última carta que recibí en mi buzón fue en el año 2000 ¡Cómo me gusta recibir cartas!, hoy e-mail (que no sean spam, ¡por Dios!). Pero sobre todo, cómo me gusta escribirlas, releerlas, doblar el folio, introducirlas en un sobre, poner el sello y llevarla hasta el buzón más cercano. Te contaré un secreto, mi primer secreto en este cuaderno caótico llamado blog: siempre la beso antes de echarla, para que tenga buen viaje y para que al llegar le de un beso a su destinatari@.
4 comentarios:
God bless his boots ¿o todavía no habéis llegado a esa parte del libro?
¡Ups! If I tell you how is my life nowadays...
Lo dejé en paréntesis en agosto,cuando sólo se escribía con Inés y sólo cuando se encontraba mal... ay, que ver ¡cómo eres Martín!
A mi también me encantaba lo de recibir cartas... pero de eso hace... ahora sólo me quedan las felicitaciones de navidad, y esas son breves y muchas veces inevitablemente impersonales...
Los correos han matado aquellas costumbres...
Yo como Doña Dora también releo aquellas cartas cuando me entra la vena nostálgica...
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