
Os voy a contar una anécdota cuando menos curiosa que me ocurrió hace un año y corrobora que la vida... es pura ironía.
Buscar aparcamiento en el distrito centro de Madrid y no pagar zona de colorines, es una ardua tarea a la que sometía mi paciencia cada fin de semana que bajaba a esta ciudad hace un año.
Una mañana de verano, como la de ayer, por ejemplo, y después de dar 1001 vueltas, ví que un vehículo dejaba un hueco libre que llevaba la matrícula de mi coche. Más contenta que unas castañuelas me situé detrás de él, con el intermitente encendido indicando mis intenciones, dejé la distancia de seguridad suficiente para que el conductor pudiese maniobrar con libertad y esperé con tranquilidad su poca prisa: coloca el niño, coloca el espejo, se pinta los labios, busca las gafas, vuelve a colocar a niño. Se va.
El coche salió y en el mismo instante en que me disponía a aparcar, apareció de la nada un gran Mercedes conducido por un yupi cincuentón, dispuesto a quitarme mi anehelado sitio. Cegada por un no sé qué, aceleré encarándome al Mercedes y pensando... "¿Esto lo pagará el seguro, verdad?". Tras una absurda lucha de motor, el Mercedes echó marcha atrás, no sin antes insultarme y asegurar, que si yo fuese hombre me partiría la cara.
Aparqué el coche bastante cabreada por su chulería e insultos - todo hay que decirlo - y me dirigí a la boca de metro más cercana. Cuando ya estaba llegando, el enfado se había transformado en angustia y mi mente, a veces parecída a la de "Antoñíta la fantástica" pensó: ¡ays! seguro que algo va a pasar, lo sé. Entonces me imaginé al yupi, cegado por la ira y bastante despeinaó, rayándome el coche y pinchando las ruedas. Emparanoiada, decidí desaparcar el coche y volver a la Sierra. Lo aparcaría en el garaje de mis padres... a buen recaudo.
Al día siguiente una llamada a las siete de la mañana me despertó. Era mi hermano. Habían robado en casa y habían destrozado todos los coches. El mío... también.
Una mañana de verano, como la de ayer, por ejemplo, y después de dar 1001 vueltas, ví que un vehículo dejaba un hueco libre que llevaba la matrícula de mi coche. Más contenta que unas castañuelas me situé detrás de él, con el intermitente encendido indicando mis intenciones, dejé la distancia de seguridad suficiente para que el conductor pudiese maniobrar con libertad y esperé con tranquilidad su poca prisa: coloca el niño, coloca el espejo, se pinta los labios, busca las gafas, vuelve a colocar a niño. Se va.
El coche salió y en el mismo instante en que me disponía a aparcar, apareció de la nada un gran Mercedes conducido por un yupi cincuentón, dispuesto a quitarme mi anehelado sitio. Cegada por un no sé qué, aceleré encarándome al Mercedes y pensando... "¿Esto lo pagará el seguro, verdad?". Tras una absurda lucha de motor, el Mercedes echó marcha atrás, no sin antes insultarme y asegurar, que si yo fuese hombre me partiría la cara.
Aparqué el coche bastante cabreada por su chulería e insultos - todo hay que decirlo - y me dirigí a la boca de metro más cercana. Cuando ya estaba llegando, el enfado se había transformado en angustia y mi mente, a veces parecída a la de "Antoñíta la fantástica" pensó: ¡ays! seguro que algo va a pasar, lo sé. Entonces me imaginé al yupi, cegado por la ira y bastante despeinaó, rayándome el coche y pinchando las ruedas. Emparanoiada, decidí desaparcar el coche y volver a la Sierra. Lo aparcaría en el garaje de mis padres... a buen recaudo.
Al día siguiente una llamada a las siete de la mañana me despertó. Era mi hermano. Habían robado en casa y habían destrozado todos los coches. El mío... también.